13 marzo, 2006

Si alguna vez pedí perdón no tuve excusas para resarcirme luego de lo que no era sino la propia derrota por mí anunciada de un amor al que me entregué en la sombra, y cuya realidad era muy discutida en las altas horas de esta soledad que, enmarañada a aquella figura de mujer, se derramaba en mis pestañas junto al tenue latido del atardecer moribundo. Cuando me sentaba ahora en el borde de la cama, en la que pude haberla retenido horas antes de su marcha, simplemente me quedaba mirando el techo de aquel cuarto desahuciado con la lamparilla apagada y sus persianas cerradas por completo, podía comprender así lo que significaba la terrible oscuridad de haber amado algo que ha muerto para siempre en el mundo de lo sensible pero que sin embargo persistía en mi memoria, como esa mancha pura que el incienso del anochecer iba introduciendo poco a poco en el aire.

Aquella ropa que iba sacando del armario con sutileza conservaba el olor de ese perfume que tantas veces había presentido antes de abandonar la casa de mis padres, las faldas en las que con tanta ternura me había refugiado para abrazarme a sus piernas y que ahora se despedían de mí con crueldad y apenas una milésima de cariño, ni siquiera me había preocupado su actitud cuando comenzó a gestarse lo que más tarde sería una marcha definitiva, cuando con rostro indeciso me clavó aquella mirada rencorosa y me susurró al oído que no era más que un escritor fracasado, era obvio que ya por entonces empezaba a estar un poco harta de mí, “aquí me aburro bastante, voy a dar un paseo, luego nos vemos”.

En aquellos momentos no era consciente de lo que estaba sucediendo a mi alrededor, me pasaba las tardes desquiciado frente a la pantalla del ordenador intentando escribir algo parecido a una novela, la mesa estaba repleta de libros apilados contra la pared y notas sueltas con frases quizá geniales. A. no podía soportar mucho aquella dinámica, ahora empezaba a comprenderlo, apenas me decía una palabra sobre este tema y en un primer momento la incitaba a que saliera sola por ahí, me pareció buena idea que fuera a divertirse un poco con alguno de sus viejos amigos, intuía en sus ojos el cansancio de la rutina que con el tiempo aflora en cualquier amante pero jamás llegué a imaginar que sus sentimientos hacia mí se estuvieran envenenando, poco a poco llegaron los días en los que no me daba ni cuenta de cuándo se marchaba de casa, simplemente oía un portazo mientras seguía enfrascado en la trama de este rompecabezas sin fin.

10 marzo, 2006

I

El viaje había finalizado pero ya no conocía su casa, era incapaz de orientarse, ubicar un espacio propio en la memoria, el autobús abría sus puertas y rápidamente todos desaparecían de nuevo. Debes bajarte ahora amigo, le decía el conductor; por lo visto era la última parada del trayecto urbano. Bajó confundido de aquel armatoste y caminaba por las calles con un asombro inusitado, las calles eran nuevas para él, desconocidas, donde antes había una panadería ahora estaba la mansión de un reputado funcionario, paseaba y paseaba, nervioso, pensativo, cuando llegó al casco antiguo de la ciudad sentía como un estupor inexplicable se apoderaba de toda la razón que le quedaba, preguntas enmarañadas sobre signos de interrogación, un mendigo se protegía de las bajas temperaturas a la entrada de un comercio cerrado, qué hora sería, en lo alto de la torre de la catedral había un reloj pero era imposible distinguir sus agujas, farolas amarillentas y mortecinas alumbraban con escasez el espacio que sus pasos iban consumiendo hacia la oscuridad vertiginosa de la nada.

Horas más tarde, en aquel semáforo, alguien bajó de un coche negro, le sujetaba con fuerza, hasta que pudo obligarle a subir, y desaparecieron. Antes de que esto sucediera Javier se había parado a pensar en que llevaba muchos días sin dormir, que hacía mucho tiempo que no veía las calles iluminadas por la luz del sol, tal vez estuviera atrapado por algún motivo pero la cuestión era que se había olvidado completamente de lo que era un sueño ¿cuál era su hogar? ¿por qué no amanecía nunca? la angustia recorría todo su cuerpo, apoyado en un resquicio de la vieja plaza estuvo escarbando en los bolsillos de su pantalón hasta que logró encontrar algo, era el retrato de un chaval joven que sonreía sin necesidad pero ¿quién podría ser? ¿lo conocía? con la tenue esperanza que ese descubrimiento le acababa de brindar se reincorporó y continuó su marcha, distraído, hacia ningún lugar, hasta que sus pasos fueron detenidos por las cambiantes luces de un semáforo naranja.


II


Lo sacaron de aquel coche negro con las manos esposadas por detrás de la espalda y lo metieron en comisaría. Seguía sin recordar nada de lo sucedido, esperaba en una pequeña sala a que el jefe de policía terminara de interrogar a unos tipos que por lo visto habían intentado forzar la cerradura de una puerta para entrar en la casa de un conocido empresario de la zona. Javier era incapaz de distinguir aquellas voces, no podía seguir en la distancia aquel interrogatorio, su mirada se perdía en el techo de la sala junto a una luz amarillenta y temblorosa cuando lo llamaron para declarar.

- ¿su nombre?

- Javier Urbano

- ¿Sabe por qué está aquí no?

- Sinceramente no lo sé señor

- ¿cómo? ¿qué estuvo haciendo la pasada noche del 13 de Febrero?

- Disculpe, pero ahora mismo no lo recuerdo

El jefe de policía le miró con aire grave a los ojos, como si le estuviese tomando el pelo, pero tampoco quiso emplearse con demasiada dureza frente al acusado pues veía en sus pupilas apagadas que quizá no era realmente consciente de lo que había sucedido.

05 marzo, 2006

la ficción
que se llevó el viento
¿fue realidad?

¿importa?

03 marzo, 2006

“Cuando Miguel Hernández murió...”

Texto de Javier Lostalé

Cuando Miguel Hernández murió en la enfermería de la cárcel de Alicante, hace ahora sesenta y un años sus ojos no pudieron cerrarse. El forense que certificó su muerte fundamentó la imposibilidad de cerrarlos en un “síndrome típico de hipertiroidismo con sus fases de terror, con tríada de fijeza, insistencia y esplendor de la mirada”. Síntomas psíquicos puestos de manifiesto en su producción literaria: viveza mental y emotividad exagerada. “Este certificado que transcribe el Teniente Fiscal de la Audiencia de Alicante, Miguel Gutiérrez Carbonell, en su libro Proceso y expediente contra Miguel Hernández, ilumina, más allá de su muerte, el poder generador de la poesía del autor de Viento del Pueblo. Sus ojos permanecieron abiertos como sus versos, injertados pronto en un dolorido amanecer que fluyó íntimo y colectivo a través de una de las obras más desnudamente emocionantes de este siglo. Emoción destilada por “un corazón en el que arraiga solitariamente todo” (según leemos en uno de los poemas de Cancionero y romancero de ausencias), sin que nada se marchite en su propio calvario interior: al contrario, el pulso de cada una de sus heridas florece en el excavado vientre de Josefina, su esposa, y en el humus de los besos donde la boca se hunde en búsqueda del centro de la vida. Y la pasión no sucede nunca sola, sino que en su maleza de relámpagos ya alienta el hijo: “No te quiero a ti sola,/ te quiero en trascendencia,/ y en cuanto de tu carne descenderá mañana”, dice Miguel Hernández. Poesía fértil la del poeta de Orihuela. Escritura seminal en cada una de sus voces: la imaginativa y barroca de “Perito en lunas”, que como un juego mueve las palabras hasta hallarle el hueso a la realidad. La enajenada de El rayo que no cesa, que “llena de voltaje los modelos clásicos” –como afirma Leopoldo de Luis- y se nutre del ciclo doble de la naturaleza y la mujer. Voz nada platónica, en la que la tempestad amorosa arriba siempre en la playa de un cuerpo. La voz trasminada de pueblo, manchada de su “misma leche”, de “Viento del pueblo”. Voz dinamitada por el corazón de un esposo soldado que quiere así, en orales expresiones puras, hacerse sangre de todos. Voz oscura luego, sin oxígeno, enemiga, de El hombre acecha. Escritura seminal en cada uno de los libros de Miguel Hernández que alcanza su cima en el Cancionero y romancero de ausencia, donde el dolor acumulado, sin frontera entre lo íntimo y lo colectivo, la respiración moral del poeta, encuentra en sus raíces campesinas y en el cancionero popular murciano (como señala muy bien José Carlos Rovira) su voz más honda y transparente, la que funde vida, amor y muerte, mientras se afirma en sus “troncos de soledad” y se despeña por “barrancos de tristeza”. Voz embarazada por la ausencia de su hijo y el seco manantial del pecho materno; embarazada, pues a pesar del horizonte de tinieblas “a la luna venidera el mundo se vuelve a abrir”. Poeta de la fertilidad es Miguel Hernández, capaz de domeñar furia y emoción con un lenguaje cultivado como una planta, con sonido de cereal y celo. Poeta de la fertilidad por su cosmovisión, alimentada por la fuerza telúrica de Neruda y Aleixandre. Poeta generador de firmamentos dentro del espacio pequeño de un beso. Rayo vertical y horizontal en cruz de ser. Rayo que no cesa, Miguel Hernández, muerto por agotamiento a las cinco y media de la mañana de un veintiocho de marzo de 1942. Hora desde entonces convertida en placenta de un eterno amanecer.